Fernando J. Devoto ©
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La construcción de relatos del pasado que exploraban las raíces y las singularidades de distintos grupos humanos, bien ya organizados bajo una forma estatal o bien que se esperaba lo fuesen en el futuro, es una característica del siglo xix en Europa o en América. Generados por letrados, en ocasiones al servicio del Estado, en otras opuestos a él, espejan la emergencia de distintos nacionalismos a la búsqueda de alcanzar o reforzar la cohesión,  ahora juzgada deseable y necesaria, de ciertos grupos humanos. En ese marco, la historiografía podía brindar instrumentos cohesivos e identificatorios  bajo la forma de un relato de los orígenes, entendido como una especie de “autobiografía” de la nación, esa palabra que los nuevos tiempos ponían de moda (Febvre, 1996: 156-157). Así, las curvas de los nacionalismos y de las historias nacionales se desplegaron a menudo en forma paralela. Las necesidades de los primeros fortalecieron el rol de las segundas, dándoles un reconocimiento, una influencia y una “utilidad” mayores que en el pasado.

Marc Bloch, por una parte y Arnaldo Momigliano (que parece retomar a su vez un bosquejo de Benedetto Croce), por la otra, observaron, en forma semejante aunque con desarrollos diferentes, que la historiografía moderna habría nacido de la confluencia entre las técnicas eruditas de los monjes de Saint Maur (Mabillon) o de Port Royal (Tillemont) y los esquemas provistos por la ilustración (Voltaire, Montesquieu), confluencia que para el segundo se habría realizado en la obra de Gibbon (Bloch, 1970; Momigliano, 1950: 285-315, Croce 1989: 287-288), aunque han sido propuestas también cronologías más antiguas (Ginzburg, 2006: 14-38). Si esa operación a su vez implicaba un giro en el papel de la historia, de la erudición anticuaria a la utilidad pragmática, ahora esta última iba a aplicarse al culto de la “nación”. Desde luego que la historia decimonónica no puede subsumirse totalmente en ese papel ni tampoco debe atribuírsele a ella un rol exclusivo, y ni siquiera dominante, entre el conjunto de instrumentos homogeneizadores que élites estatales o élites alternativas empleaban para lograr sus objetivos.

En dichos contextos, el presente trabajo confrontará tres historias nacionales: la Historia Geral do Brasil(1ª ed.: 1854-1857; 2ª ed.: 1877)  , de Francisco Varnhagen (1816-1878) , la Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina (1ª ed.: 1858; 2ª ed, 1859; 3ª ed.: 1877; 4ª ed.: 1887), de Bartolomé Mitre (1821-1906) y  la Historia de la Dominación Española en el Uruguay (1ª ed.: 1880-1882; 2ª ed.: 1895-1897), de Francisco Bauzá (1849-1899).

La elección de esos autores y de esas obras responde a ciertos criterios que deben ser explicitados desde el comienzo, ya que es posible sostener razonablemente que podrían haberse elegido otros y otras. Los criterios de selección son, desde luego, siempre problemáticos, sea en relación con la cuestión de qué debe entenderse por “historias”, sea con respecto a la representatividad de cada autor en el contexto de la respectiva historiografía nacional. En cuanto a lo primero, es visible que en buena parte del siglo xix no existían (y tampoco existen hoy) consensos unánimes acerca de los deslindes entre la historia y otros géneros.  Por poner un solo ejemplo, ¿cómo considerar el imaginativo Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, que contiene una inteligente lectura del pasado (además de muy influyente en la Argentina posterior) y que, sin embargo, no reposa sobre una investigación original y elude completamente la operación erudita? La mayoría de los contemporáneos no vieron allí un libro de historia y ese criterio se extendió y se consolidó luego entre los historiadores posteriores a medida que la historiografía definía con claridad creciente su territorio y sus diferencias con otros géneros, como la “crónica”, el “ensayo” o la literatura. Sin embargo, esa obra, poco luego de su realización,  sirvió de excusa para que el Instituto Histórico de París incluyese a Sarmiento como miembro correspondiente o para que el mismo Mitre considerase conveniente proponerle al autor del Facundo que escribiese un “Corolario” a la segunda edición de su Belgrano (Sarmiento, 1859). En cualquier caso, entre criterios amplios o restringidos nos hemos inclinado por los segundos, sin convertirlos en un dogma de fe y admitiendo que otras alternativas eran posibles.

El mejor argumento a nuestro favor es la comparabilidad de las obras escogidas. Desde Marc Bloch en adelante se admite entre los historiadores que los estudios comparativos –un juego de semejanzas y diferencias– requieren una cierta similitud y contemporaneidad de los objetos a observar que haga lícita la comparación, y, ciertamente, también una cierta desemejanza de los ámbitos en que se desenvuelven que la haga iluminadora (Bloch, 1963: 17-18). Similitud es entendido aquí, en primer lugar, en lo que respecta al género. Como sus mismos títulos lo indican, se trata de “historias”, en el sentido convencionalmente admitido en el siglo xix, es decir, de narraciones desplegadas cronológicamente que intentan explicar el presente por el pasado y que lo hacen a través de la presentación de una abundante serie de hechos “comprobados”, según los criterios eruditos de verificación entonces imperantes. En cuanto al método, las tres pueden enmarcarse en la tradición abierta por aquella confluencia a la que aludían Bloch y Momigliano. En segundo lugar, ellas son “nacionales” por el propósito (justificar y/o exaltar el propio Estado o la propia nación, encontrando en el pasado los elementos que lo legitiman ante otros) y por el objeto: el desarrollo del relato se despliega en un espacio que engloba el territorio bajo dominación del Estado respectivo, en el momento contemporáneo a la producción de la obra, y aquellas áreas vecinas que fueron contenciosas. Sin embargo, es necesario apuntar una distinción en relación con el último punto: mientras las obras de Bauzá y de Varnhagen pertenecen plenamente al género historias nacionales, la de Mitre bascula entre dos modelos que a menudo eran considerados diferentes también en el siglo xix: el de la “biografía”, historia de un hombre y el de la historia de un pueblo (Enders, 2000).  Con todo, y más allá del eclecticismo de origen, el  carácter de “historia nacional” será crecientemente dominante en Mitre a medida que aparezcan las sucesivas ediciones ampliadas de la obra. Asimismo, en buena medida, sus autores también comparten una preocupación por un “estilo”, entendido como el pertinente para una obra de historia que la distingue de otros géneros: la historia como ramo de la crítica, no de la elocuencia y por ello necesariamente lacónica, en el decir de Varnhagen (1906: XII) Finalmente, las tres, aunque no estrictamente coetáneas, se publican dentro de  un cuadro cronológico breve (menos de treinta años separan sus primeras ediciones): el tercer cuarto del siglo xix, que les brinda suficientes elementos de homogeneidad en relación con climas culturales e historiográficos más generales en el mundo euroatlántico.

Una segunda cuestión remite, como señalamos, a la representatividad. Aun partiendo del recorte que hemos escogido, pueden presentarse varias alternativas. En el caso brasileño, es posible señalar la obra precedente de Robert Southey o la de João Francisco Lisboa, uno de los mayores polemistas de Varnhagen. La primera puede descartarse por diferentes razones. No tanto porque su autor fuese un poeta inglés, sino porque la misma (escrita a partir de 1806 y publicada en Londres desde 1810 y en el Brasil en 1862), que culmina su narración en 1808, con el arribo de João VI a Portugal, fue ideada y publicada no sólo antes de la Independencia, sino antes de la transición a ella, con lo cual es una historia del Brasil colonial y no el estudio del surgimiento de un nuevo estado. En el caso de la obra de Lisboa, ésta es fragmentaria o centrada en dimensiones regionales o individuales y difícilmente pueda englobarse bajo la etiqueta “historia nacional”. En el caso argentino, la alternativa más visible es la que representaron los trabajos más tardíos de Vicente Fidel López. Aunque la obra de éste gozó de una considerable fortuna, igual o tal vez aun mayor que la de Mitre en el período comprendido entre 1880 y 1910, los años posteriores decantarían el balance claramente en favor a Mitre, no sólo por el juicio de la historiografía académica, sino porque ella parecía presentar un retrato del pasado que congeniaba más con el imaginario de la Argentina moderna o al menos con el de sus sectores letrados. En el caso uruguayo, la obra de Bauzá emerge casi sin rivales en el género “historia nacional”. Aquello que Carlos Real de Azúa propuso como la “línea crítica disidente” (el “Bosquejo Histórico” de Francisco Berra y sobre todo, a principios del siglo xx, los “Anales” de Eduardo Acevedo), no dejó de ser algo claramente diferente como operación historiográfica además de notoriamente minoritario en cuanto  su difusión (Real de Azúa, 1990: 222-225). Así, no parece arbitrario afirmar que las convenciones admitidas por las élites culturales de los tres países tendieron a considerar a nuestros tres autores elegidos como fundadores o “padres” de la historia en sentido moderno (como Capistrano de Abreu dijo de Varnhagen, Blanco Acevedo y luego Juan Pivel Devoto de Bauzá, o Rómulo Carbia, y sus congéneres de la Nueva Escuela, de Mitre) y que esas obras constituían el primer esfuerzo erudito de pensar el pasado de sus respectivos países y originaban el punto de partida de una reflexión sistemática acerca de sus orígenes.

Desde luego que los relatos escogidos no pueden considerarse como un punto cero, ni tampoco como perspectivas que no tuviesen contradictores entre sus contemporáneos y entre los historiadores posteriores y, por otra parte,  su fortuna no fue uniforme a lo largo del tiempo. Una larga serie de críticas enfrentó la obra de Varnhagen ya durante el  Imperio o la Republica Velha (de João Francisco Lisboa a Manoel Bonfim), o la de Mitre aún antes de la aparición del revisionismo histórico (de Juan Bautista Alberdi a V. F. López a Luís Alberto de  Herrera). Así, su lugar fundador no deriva de que ellas no sufrieran embates y discusiones, sino de que les correspondió la precedencia temporal en el género erudito, y también de que de ellas derivó por un tiempo mayor o menor la construcción del relato canónico de los orígenes de las respectivas naciones.

Tres historiadores y sus contextos

El contexto sudamericano, en los tres casos (la Argentina, el Brasil y el Uruguay) que analizaremos, presenta algunas singularidades en relación con el europeo que es preciso señalar desde ya. Una reside en que, esquemáticamente, en Europa puede distinguirse entre los relatos que surgen en el ámbito de estados territoriales antiguos en vías de pasaje hacia el nuevo “Estado-nación” y aquellos que emergen entre letrados que representan, o se arrogan la representación, a minorías étnicas o lingüísticas y, en general, se articulan con movimientos políticos opositores o alternativos que luchan por lograr la construcción de una entidad política independiente. En cambio, y con las debidas diferencias que remarcaremos entre el Brasil y los dos países platenses, en los casos analizados en este trabajo la situación es más ambigua. Se trata de relatos surgidos en Estados recientes, no consolidados o poco consolidados, pero en el seno de las élites de poder y no entre otras alternativas a él. La segunda diferencia es que esos mismos límites o carencias  de los Estados sudamericanos influía en las debilidades (Brasil) o en la ausencia (Argentina y Uruguay) de aquellas instituciones inherentes y necesarias para la labor erudita, esto es: academias u otras sociedades savantes, espacios institucionales de enseñanza superior en los que hubiese una acumulación de saberes, archivos que reflejasen una sólida tradición estatal y una articulada burocracia, bibliotecas o colecciones documentales que exhibiesen una densa trama intelectual o incluso tradiciones o sociabilidades culturales intelectuales consolidadas.

En ese cuadro de conjunto y en esos planos, la situación del Brasil era bastante mejor que la de los dos países sudamericanos. La naturaleza de la transición del antiguo régimen al Estado independiente permitió la continuidad de las estructuras estatales, a la vez que evitó la completa desorganización de la administración colonial, que sí se produjo en el ámbito del antiguo Virreinato del Río de la Plata. A su vez,  el traslado de la Corte a Río de Janeiro, directa o indirectamente ayudó a la promoción de la actividad intelectual. Un modo de observar el problema es presentar el itinerario del Instituto Histórico y Geográfico brasileño creado en Río de Janeiro en 1838 y del cual Francisco Varnhagen formará parte desde 1840. Surgió por iniciativa de la “Sociedade Auxiliadora da Indústria Nacional”, en el momento en que proliferaban las revueltas separatistas, como una clara afirmación de principios centralistas, monárquicos y moderados. Se trataba de una típica “société des savants”, que recordaba a las Academias ilustradas del siglo xviii, aunque entre sus modelos estuviese también el Instituto Histórico de París nacido en 1834 (Salgado Guimaraes, 1988: 5-27). Sin embargo, pronto los miembros del nuevo Instituto buscarían la protección y el patrocinio del poder real. Así, en la primera sesión ordinaria se nombró Protector de la misma al Emperador, cuya influencia desde entonces sería creciente, como lo exhibirán los nuevos estatutos aprobados en 1851. El Instituto terminó funcionando en una sala del Palacio Imperial, en la que el mismo Pedro II presidía las reuniones regulares y además financiaba la mayor parte de su presupuesto regular, a la vez que brindaba otros apoyos extraordinarios vinculados a las necesidades de los investigadores. Estos apoyos no estuvieron desprovistos de consecuencias, en tanto ayudaron a perfilar otro tipo de hombre de letras, análogamente a lo que ha señalado Roger Chartier para el siglo xviii europeo: aquel que no necesita para vivir del éxito mayor o menor de sus obras (es decir, del mercado de editoriales y libros), sino que puede apelar al mecenazgo del poder (Chartier, 1996). Es el caso, efectivamente, de Varnhagen. De este modo, buena parte de la investigación histórica pasaba a estar integrada en las lógicas de una sociedad cortesana y de la estructura de poder imperial.

El Instituto tenía como propósitos promover el estudio del pasado brasileño,  recopilar y editar documentos y publicar una revista (tareas todas que llevará adelante con regularidad). La eficacia y la continuidad con la que logró desarrollar su cometido reposaron tanto en el mecenazgo real como en la legitimidad exclusiva que le brindaba el Estado imperial al reconocerlo como único ámbito  para producir la historia nacional. Con todo, es difícil considerar de manera optimista (como lo hacía Voltaire) las ventajas del mecenazgo real por sobre las del mercado editorial, y más aun en un contexto como el brasileño. Las expresiones que utilizó Varnhagen en la dedicatoria al emperador de su Historia (“chego aos pés do Throno da Vossa Majestade”) son suficientemente reveladoras.

El caso rioplatense es muy diferente. Ciertamente, en 1843, detrás del modelo del Instituto de Río de Janeiro, Andrés Lamas emprende la creación en Montevideo de un efímero Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata. Los ocho miembros fundadores fueron designados por el Gobierno de la Defensa, y ellos eligieron a cuatro más (entre los cuales se contaba Bartolomé Mitre). Sin embargo, las dificultades derivadas de la guerra y del sitio a la ciudad provocaron que el Instituto cesara prácticamente toda actividad ya en 1844. Con la caída de Rosas, el peso de las iniciativas se traslada a Buenos Aires, donde en 1854 Bartolomé Mitre promoverá la fundación de otra entidad, el Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata en el contexto de la multiplicidad de iniciativas asociativas que caracterizan a esos años. Sin embargo, la nueva creación, que sólo comenzará a funcionar en 1856 y que se distinguía de las precedentes por ser una libre “asociación de setenta y un hombres de letras, ciencias y artes”, también tendrá vida efímera. Toda actividad parece haber cesado en 1859. Aunque esta entidad se distingue de las precedentes en que está desligada de todo vínculo formal con el Estado, en este caso el de Buenos Aires, no puede ignorarse que su promotor era una figura política de primer plano en él.

Espacios semejantes al Instituto brasileño, con continuidad en el tiempo, deben esperarse en la Argentina hasta la creación de la Junta de Historia y Numismática en 1898, entidad que funcionaba nuevamente como una asociación libre de estudios con alguna semejanza con el salón dieciochesco europeo, ya que las reuniones se hacían en la casa de su promotor: Bartolomé Mitre. Empero, si a ello agregamos el reconocimiento y la financiación estatal, en la Argentina habrá que esperar aún hasta principios del siglo xx, con el patrocinio que recibirá la Junta de Historia y Numismática gracias al ministro del interior, Joaquín V. González, durante la segunda presidencia de Roca, y en el Uruguay hasta 1915, con la recreación del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, subsidiado desde el año siguiente por el Estado (Zubillaga, 2002: 87-89).

Emblemático, quizás, de las características de la situación en el Río de la Plata es el itinerario de la primera colección de documentos surgida allí, por iniciativa del napolitano Pietro De Angelis (1784-1859).  Ideada en 1830 (seguramente bajo el modelo de las Antiquitates Italicae de Ludovico Antonio Muratori), comenzará a publicarse cinco años después. De Angelis, que diseño la colección y actuó, a la vez, como editor e impresor, logró financiarla, no a través del gobierno de Rosas, a cuyo servicio estaba y a quien se la dedicó con muy elogiosas palabras de “su más obsecuente y obediente servidor” (que si recuerdan las de Varnhagen no llegan hasta las de éste), sino a través de la venta de suscripciones. A cambio de ellas, los abonados recibían periódicamente fascículos de treinta páginas que luego se agrupaban en volúmenes. La obra cesó en 1837 por la escasez de papel (Sabor, 1995). Los documentos que le sirvieron a De Angelis para su colección y para su biblioteca terminaron vendidos al gobierno del Brasil mientras que los ejemplares remanentes de la primera edición de la Colección fueron vendidos al peso como papel para envolver. Un destino no menos irregular tuvo la colección rival, la Biblioteca del “Comercio del Plata”, publicada inicialmente por Florencio Varela en Montevideo a partir de 1845, que, completada más tarde por Valentín Alsina y Vicente Fidel López, no tendría una vida menos fragmentaria y episódica que la anterior.

Si los breves cuadros presentados enfatizan las diferencias entre la situación en los países platenses y la del Brasil, la cuestión puede también mirarse desde otro ángulo si volvemos a las premisas anotadas al comienzo de este apartado. Si se varían los términos de la comparación, debe señalarse que la vida académica entendida como vida universitaria que potencialmente podía enmarcar y a la vez brindar un lugar de enunciación para el discurso historiográfico, tal cual ocurriría crecientemente en varios países europeos a lo largo del siglo xix, estaba en los tres casos sudamericanos casi totalmente ausente. El mismo mundo universitario brasileño presentaba notables déficit e incluso no han faltado las comparaciones desfavorables entre éste y el de otras realidades hispanoamericanas, aunque no con los casos rioplatenses. Estos presentaban un panorama quizás más desolador (en el mejor de los casos equivalente) que el existente en el Brasil. La decadencia en que se encontraba la Universidad más antigua (Córdoba) era complementada por la precariedad y el carácter reciente de las universidades de Buenos Aires y de la República en Montevideo. En el Brasil, además, debe señalarse que las limitaciones de las instituciones brasileñas eran en parte compensadas por el papel sustitutivo que desempeñaba la portuguesa Universidad de Coimbra. Con todo, debe recordarse que los tres historiadores aquí analizados fueron excéntricos a esos ambientes universitarios. Varnhagen ciertamente tenía una formación más sistemática adquirida en Portugal (en el Real Colegio Da Luz y en la Academia de Marina) pero no en Coimbra. Mitre, por su parte, carecía de toda formación regular (lo que le fue reprochado muchas veces) y luego siguió manteniéndose ajeno a los claustros universitarios. Bauzá, por su parte, que había comenzado estudios de Jurisprudencia en el Uruguay, pronto los abandonó y sus relaciones con los ambientes universitarios montevideanos (en especial con el Club Universitario), tras una fugaz participación inicial, fueron siempre distantes y aun tensas.

Más allá del nivel de las instituciones formales, de su perdurabilidad o del papel que el Estado jugó en ellas, debe prestarse atención a otros ámbitos informales que ocupaban un lugar no menos importante en la construcción de un campo erudito. Finalmente, las instituciones partían de espacios de sociabilidad preexistentes y subsistentes. En ellos, las diferencias entre la situación platense y la brasileña eran menos marcadas. En todos los casos, esos espacios reposaban en criterios de afinidades sociales y amicales mucho más amplios de los que podrían presuponerse si se los imaginase derivados de un compartido interés por el pasado, y,  como consecuencia de esa amplitud, el nivel de especificidad o de “profesionalidad” era bastante bajo y la heterogeneidad intelectual muy grande. Ciertamente, eso llevaba a que fuesen ámbitos visibles de prestigio más que reuniones de sabios interesados en un objetivo común, característica que perduraría durante mucho tiempo en los tres países. Con todo, de ello podía extraerse una ventaja para los estudios históricos: dado que las fuentes o la bibliografía que necesitaban los aspirantes a ocuparse del pasado se encontraba mucho más en ámbitos privados que en repositorios públicos, los lugares de sociabilidad formales o informales facilitaban los préstamos y los intercambios. Por otra parte, debe recordarse que ese  proceso de recopilación de documentos y otros restos del pasado que en forma pública o privada se llevaba a cabo tenía por objeto producir historias, pero también consagrar, a través de su conservación, en el objeto mismo, la memoria nacional.

Las tramas sumariamente presentadas son apenas una parte de vínculos mucho más extendidos que no requerían de la interacción interpersonal sino que reposaban en los lazos epistolares a la distancia. En este plano una vasta red internacional de relaciones se estableció entre aquellos que sí tenían interés en la historia conformando, como le escribía Bartolomé Mitre a Francisco Bauzá, en diciembre de 1884, una imaginaria “República Literaria del Río de la Plata” (Archivo Francisco Bauzá: c. 116, 13).  A través de ellos circulaban préstamos, donaciones, intercambios o ventas de libros, manuscritos y los tan apreciados catálogos.  Más aun, ellas constituían capítulos interesantes en el ejercicio de la crítica a través de la cual se construían consensos y se fortalecían o se debilitaban reputaciones. Ejemplar en este sentido es la correspondencia entre Mitre y dos corresponsales chilenos, Diego Barros Arana y Benjamín Vicuña Mackenna (Archivo del General Mitre, 1912, xx: 9-92; xxi: 9-62).

La posición que los tres historiadores ocuparon en los ámbitos de las élites letradas fue muy diferente, y ello deriva tanto de su colocación dentro de las mismas como del tipo de actividades que desarrollaron. Varnhagen es quien presenta un perfil más “profesional” (a la medida de entonces), no sólo porque participaba como miembro pleno (aunque en un lugar no central) de los ámbitos de sociabilidad letrada en el Brasil y en Portugal, sino porque, además, reforzaba y ampliaba sus vínculos gracias a su labor como funcionario diplomático del Imperio, o a los apoyos que de éste recibió para sus viajes de investigación, que facilitaron sus desplazamientos por los países europeos y sudamericanos. Todo ello le permitía el establecimiento de vínculos interpersonales con académicos de los dos continentes y parecía dar a su sociabilidad un perfil a la vez burocrático y erudito. Mitre, en cambio, que procedía de una familia relativamente marginal a las élites porteñas, fue un constructor de sí mismo tanto como de los ámbitos de sociabilidad letrada rioplatenses, formales e informales, de los cuales fue el principal impulsor y animador. Ese papel puede vincularse con la clara percepción de Mitre de la necesidad de lograr a partir de ellas espacios de legitimidad para su propia obra historiográfica, en un contexto tan huérfano de estructuras estatales como lo sugiere el hecho de que incluyese, al menos desde las primeras ediciones, debajo de su nombre, la pertenencia a los Institutos del Río de la Plata y de Montevideo junto a la Sociedad de Anticuarios del Norte de Copenhague y la Sociedad Geográfica de Berlín. El hecho, por lo demás, no pasó inadvertido para Juan Bautista Alberdi, que lo señaló maliciosamente en su panfleto contra el historiador de Belgrano (Alberdi, 1996: v). Desde luego, la centralidad de Mitre no derivaba sustancialmente de esas membrecías, sino de su lugar preeminente en el periodismo y de su papel de figura política de primer nivel en la política argentina y aun regional (un lugar más cercano, idealmente, al de los historiadores-políticos franceses de la primera mitad del siglo XZIX que al de los profesores universitarios alemanes. Ciertamente, esa asociación entre historiador y político eminente no dejó de tener efectos negativos sobre la percepción de la historia de Mitre cuando sus acciones bajaron en la política argentina. No casualmente  en la década de 1880 los intelectuales y los políticos emergentes apoyaron financieramente la publicación y la difusión de la historia de su mayor rival, V. F. López.

Bauzá, por su parte, aunque perteneciente a una familia mejor ubicada en el ámbito del patriciado uruguayo, fue permanentemente una figura marginal dentro del mismo. Su colocación en la galaxia del Partido Colorado, dominante desde 1865 en la política uruguaya, era balanceada por su condición de católico militante, que lo colocaba en pugna con los climas preponderantes en el país. Así, su carrera política –diputado, senador, ministro de Gobierno y diplomático de su República– no alcanzó nunca hasta los niveles mayores de decisión y lo mismo ocurrió con su carrera académica, ya que su aspiración a ocupar la Cátedra de Historia Americana y Nacional en la Universidad, en 1885, fue vetada por Carlos María Ramírez, entre otros (Pivel Devoto, 1967: 226-227).  De mayor importancia aun es que esa colocación obstaculizó los vínculos de Bauzá con los ámbitos eruditos cuyo perno rioplatense era la relación entre Mitre y Andrés Lamas. La relación con ambos fue formalmente cordial pero distante y, más allá de facilitaciones ocasionales (en especial por parte de Mitre), Bauzá no pudo acceder al enorme archivo reunido por Lamas, del que una breve parte había sido publicada en Montevideo en 1849. Sin embargo, debe recordarse que, aunque en los márgenes, es claro que Bauzá formaba parte de las élites dirigentes uruguayas.

Las obras fundadoras del relato de los orígenes pueden a su vez relacionarse con contextos y climas políticos en el seno de las élites letradas contemporáneas al momento de su producción. Aunque aquí sería necesario hacer algunas distinciones entre las diferentes ediciones y sus respectivos momentos, nos detendremos sólo superficialmente en el tiempo de producción de las primeras. La obra de Varnhagen ha sido colocada por Arno Wehling (1999: 32-39) en el clima del segundo reinado, conocido como “regresso”. Es decir, en el contexto del giro centralizador, conservador y autoritario que coincide con el fin de la regencia y el comienzo del reinado de Pedro II (1840). La observación es justa e incluso podría enfatizarse, señalando que aun dentro del Instituto Histórico y Geográfico brasileño Varnhagen representaba la lectura más conservadora y exaltadora de la Casa de Braganza. La obra de Mitre –lo hizo ya José Luis Romero– ha sido ubicada en la crisis abierta entre 1852 y 1860, cuando dos estados independientes, Buenos Aires y la Confederación Argentina, conviven tensamente (Romero, 1943). Que en ese marco el líder de la facción política “nacionalista” de Buenos Aires escribiera un libro que historiaba los orígenes comunes de la Argentina que fundamentaban la necesidad de un futuro compartido (tema que Mitre, asimismo, había defendido en la Asamblea General Constituyente del Estado de Buenos Aires en 1854) no puede considerarse casual. La de Bauzá, por su parte, ha sido relacionada, a la vez, con la situación interna –los intentos de “modernización”, la guerra civil y los esfuerzos por superarla–, expresada por los gobiernos autoritarios primero de Latorre y luego de Santos, y con la situación externa –la viabilidad del Uruguay, puesta en entredicho por otros intelectuales uruguayos como Juan Carlos Gómez, o  argentinos, como Miguel Cané– (Caetano, 1992: 82-84).

Sin embargo, más allá de la innegable persuasividad de esos argumentos, es necesario recordar que las obras son producto de un proceso de reflexión más largo que el momento en que son editadas y, a la vez, pueden reflejar horizontes ideológicos e historiográficos de los autores más perdurables. En ese sentido, los esquemas interpretativos pueden venir de antes (Mitre) o perdurar después (Varnhagen). Por ejemplo, en el caso de este último, el espíritu de su obra puede remitir a la vez al clima político del momento de su gestación y a una tendencia de más largo plazo presente en un autor cuyas simpatías oscilaban, antes y después, entre los “liberales doctrinarios” y los  reaccionarios del tipo del “inimitable” De Maistre o, luego, de Donoso Cortés (Varnhagen, 1906: liv; Wehling, 1999: 100-104). Inversamente, en el Mitre pensador político, la matriz romántico republicana y democrática de su formación –en la que confluía la influencia de sus lecturas francesas (Lamartine, entre otros) y de sus intercambios montevideanos con la tradición de Mazzini y sus discípulos– lo orientaban hacia otro lugar. En Bauzá, las cosas son más ambiguas pues se combinan, en tensión, la necesidad de orden y jerarquías sociales procedentes de su matriz católica con los motivos igualitarios, liberales y democráticos procedentes de su ambiente formativo y de la cultura política uruguaya. Esa heterogeneidad se refleja en el catálogo fragmentario supérstite de su Biblioteca, en el que  junto a los clásicos de la tradición liberal emergen los estudiosos católicos, de Balmes a Le Play (afb: c. 15, 2).

Tres lecturas

Las tres obras tenían una unidad de propósito: destacar la singularidad del proceso histórico de su propia “comunidad”, y  podrían ser consideradas historicistas en la medida en que partían de perspectivas individualizadoras que, por sobre la  búsqueda de tipos universales, enfatizaban las dimensiones singulares e irreductibles del propio caso estudiado. En este sentido, también, las tres obras proponían resaltar la  homogeneidad de las experiencias desarrolladas en el decurso temporal en el ámbito de un espacio coincidente con las dimensiones de una unidad político-territorial, ya alcanzada o pronta a alcanzarse. La nación presente, vista como resultado de esa unidad de experiencias, era proyectada hacia sus mismos orígenes.

Las tres obras tenían asimismo un propósito “pragmático”: cimentar la unidad por el conocimiento de ese pasado y  a partir de allí favorecer el “patriotismo”, lo que aparece claramente explicitado en las declaraciones de los tres autores acerca de sus obras y no sólo en la mirada de los contemporáneos –Mitre (1864: 145): “fue escrito para despertar el sentimiento de la nacionalidad argentina, amortiguado entonces [1858] por la división de los pueblos”; Varnhagen (1906): “Em geral busquei inspirações de patriotismo […] e procurei ir disciplinando produtivamente certas idéias soltas de nacionalidade”; Bauzá (1967: i, Segunda Parte, 160): “si me he atrevido a emprender la tarea es por ‘instinto patriótico’”–. Todo ello acompañado de argumentos en favor de la verdad histórica, del conocimiento progresivo del pasado  y de la imparcialidad del historiador, cuya tarea era comparada a la del juez que dicta sentencia y no a la del abogado querellante. El énfasis puesto en los documentos originales a los que se alude o que se incluyen en forma de “Documentos de prueba” va en el mismo sentido, además de en el de proveer otro principio de legitimidad al relato.

Nada hay de singular aquí. Ese propósito de servir, a la vez, a la verdad y a la patria está presente en la gran mayoría de las historias nacionales en el siglo xix y en (al menos) la primera mitad del siglo XX (y en muchos manifiestos historiográficos, como por ejemplo el del número inaugural de la “Revue Historique”). Como señalamos al comienzo, las necesidades instrumentales de los estados nacionales explican en gran medida la voluntad de escribir esas historias a la vez que garantizan su éxito. Varnhagen, Mitre y Bauzá conocen y divulgan los hechos del pasado nacional y a la vez lo construyen como “lugar de memoria” por medio de sus obras que, en este sentido, cumplen el papel de “monumentos” que las consagran. Sin embargo, no deberían enfatizarse exclusivamente los elementos comunes. La obra de Varnhagen, ensambla perfectamente con las necesidades y los requerimientos del imperio y en tanto tal puede considerarse una forma de “historia oficial”. La de Mitre, a la que tantas veces luego le fuera atribuido el mismo carácter, tiene, sin embargo, una colocación más ambigua. Seguramente es funcional a las necesidades políticas que él mismo encarna (Alberdi señalaba que Mitre escribía la historia y a la vez la hacía). Pensar en una escisión completa entre el historiador y el político es imaginar pobremente el rol del segundo. Sin embargo, es difícil admitir que en los distintos grupos dirigentes argentinos existiesen consensos uniformes y la posición de Mitre en el sistema político sólo fue hegemónica en un período relativamente breve. Por lo demás, en el campo historiográfico, Mitre parecía inclinarse a un ecumenismo mayor que el de su facción política. Por su parte, la obra de Bauzá, que no es producida por iniciativa oficial, puede ser considerada la más autónoma de las tres (si bien tuvo un apoyo financiero más bien modesto del Estado uruguayo para la segunda edición). Sin embargo, y más allá de la indiferencia mayor o menor que acompañó la aparición de la obra, no puede no señalarse que ella refleja nuevos consensos existentes en los grupos dirigentes acerca de hechos y figuras del pasado, como es el caso de la reivindicación de Artigas (Pivel Devoto, 1967: 222-225).

Otra diferencia no menor procede del público al que está destinado la obra y ello implica una idea de Estado y de sociedad. Mitre imagina su público no sólo entre los eruditos, sino en un espacio más popular, que incluye los ámbitos escolares. En las palabras que a modo de “Prefacio” colocó en 1859: “un libro popular, que se lea en las escuelas, que ande en todas las manos, y forme con su ejemplo varones animosos” (Mitre, 1859: 12). Del mismo modo opinaba Bauzá en agosto de 1876, pocos años antes de dar a luz a su historia, en una carta a Florencio Escardó: “Nuestros deberes de ciudadanos nos imponen la obligación de enseñar a nuestros niños con nuestros libros”, enseñar, ante todo, “la primera condición de progreso social y político para los pueblos [que] es el conocimiento de la historia” (Revista Histórica, 1972: 356-357).  Evaluar en qué medida esos objetivos se cumplían requeriría conocer tanto las tiradas de los libros como la circulación de las obras. El único dato que poseemos al respecto es el referido a la primera edición de Bauzá, provisto por la Memoria de A. Barreiro y Ramos presentada en la testamentaria: de los 643 ejemplares entregados al librero encargado de la venta, éste había vendido 377 y entregado 200 gratuitamente al gobierno nacional para su distribución (afb: c. 125, e. 3).  Por poner un término de comparación, la segunda edición de la Historia de Belgrano, de Mitre, reunió 329 suscriptores. En cualquier caso, el espacio entre las distintas ediciones sugiere que el público de las mismas no fue extenso. Varnhagen, por su parte, excluye aquellos ámbitos pedagógicos e imagina en cambio que su historia está destinada –además de a Pedro II  y a exaltar la gloria nacional–, a “suministrar datos aproveitaveis na administraçao do Estado”, ya sea el administrador, el jurisconsulto o el diplomático (Varnhagen, 1906: xx), algo no tan lejano como ideal al del modelo de funcionario estatal rankeano (Cantimori, 1959: XI-XXXVIII) .

Desde luego que en ninguno de los tres casos puede subsumirse la obra en la funcionalidad de la misma, ni el patriota absorber plenamente al historiador. Exaltar a la nación no requiere el ingente esfuerzo de recopilación de fuentes y el acopio de datos que ellos hicieron. Más allá de cualquier otra consideración, la historia era algo que les interesaba en sí mismo, y en ella veían tanto un lugar en el campo de las letras como una vocación. Los denodados esfuerzos destinados a reunir los dispersos restos documentales o el tiempo que dedicaban a la labor historiográfica son claramente reveladores de que consideraban la labor historiográfica, en buena medida, un fin en sí mismo.

La forma de construcción del relato por parte de los tres autores presenta diferencias en lo que respecta a sus condiciones de producción y ellas pueden relacionarse con su posicionamiento profesional. Varnhagen es quien lleva adelante, en acuerdo con aquellas  diferencias de contexto de inserción antes aludidas, la estrategia más “profesional”. Su obra reposa no sólo sobre los materiales disponibles en el Brasil, sino también sobre una consulta bastante sistemática de bibliotecas y archivos públicos europeos (Lisboa, Simancas, Sevilla, El Escorial, Biblioteca Colombiana, entre otros), financiada directa o indirectamente por la monarquía brasileña. Él mismo, además, nunca aspiró a ser otra cosa que un estudioso y un funcionario. Bartolomé Mitre y Bauzá, carentes de instituciones de soporte efectivas, debieron recopilar como pudieron los documentos mucho más a partir de redes privadas (en este plano, Mitre tenía muchos más vínculos con estudiosos argentinos, uruguayos y chilenos que Bauzá) y apelando secundariamente a los caóticos archivos públicos existentes en sus respectivos países. Por ejemplo, el Archivo de Buenos Aires tan auspiciosamente creado en la primera mitad de la década de 1820 y que Mitre iba a consultar con cierta asiduidad, había caído en un desorden lamentable (Swiderski, 2012). Asimismo, ambos eran, aunque con distinto relieve, figuras polifacéticas, que otorgaban un lugar relevante a la política activa y al periodismo. Esas diferencias, sin embargo, iluminan limitadamente el producto. Desde una lectura posterior, las diferencias entre sus relatos en cuanto a la erudición y a los usos que de ella pueden hacerse no son tan evidentes. Aquí el contexto temporal compartido y las posibles influencias recíprocas pueden colaborar para explicar homogeneidades. Mitre y Bauzá intercambiaron correspondencia, pero no consta que lo hubieran hecho con Varnhagen (afb, Correspondencia; Catálogo del Archivo Privado de Bartolomé Mitre, 2007). Empero, desde luego Mitre conocía su obra y seguía atentamente las actividades del Instituto brasileño. En los vínculos originales desempeñó un papel importante Andrés Lamas, miembro correspondiente de ese Instituto, que actuaba como mediador entre éste y otros estudiosos –como surge de la correspondencia entre Mitre y Diego Barros Arana en los años 1864 y 1865 (Archivo del General Mitre, 1912: xx, 26, 39) –.  Asimismo, en ocasión de una visita privada de Mitre a Río de Janeiro, a fines de 1871, el Instituto Histórico y Geográfico lo designó socio honorario. Por su parte, no es claro si Bauzá había leído la obra de Varnhagen  cuando escribió el primer tomo de la primera edición de su obra. Al menos, la referencia conocida es que la habría recibido recién en 1882 (junto con la de Southey) aunque es probable que ya hubiera tomado contacto con ella, al menos en su misión diplomática a Río de Janeiro del año anterior. En cualquier caso, en la “Reseña Preliminar” agregada a la segunda edición, en la que evalúa críticamente crónicas e historiografía, concede un lugar importante al libro “notable” de Varnhagen, si bien lo considera sumamente parcial en favor de Portugal. En cuanto a préstamos intelectuales, si es posible realizar analogías entre la obra de Bauzá y la obra de Varnhagen (como ha señalado Pivel), su referencia mayor se encuentra en Mitre, no sólo porque comparten una problemática en buena parte común sino, a la vez, porque éste provee un modelo historiográfico conocido de interlocución y un esquema interpretativo con el que debatir. Sin embargo, todo ello no suprime los factores individuales, sea en cuanto a la formación intelectual, sea de carácter idiosincrásico. Por poner un solo ejemplo, Varnhagen, el más “profesional”, tenía, sin embargo, una vis polémica mayor que los rioplatenses.

En cualquier caso, las obras tienen, superficialmente, un aire de familia. El eje vertebrador es la dimensión política e institucional (aunque con mayores aperturas a la geografía en Varnhagen y Bauzá). Aunque todos ellos tuviesen clara la distinción entre cronología e historia y todos consideraban que se ocupaban de la segunda, no de la primera, ésta brindaba el soporte del relato, aunque, por otra parte, no se trataba en ningún caso de una historia sólo ni principalmente de “grandes hombres”. Operaban, asimismo, los tres con una dualidad argumentativa: por un lado, los hombres hacían la historia con sus aciertos y sus errores, pero,  por otro lado,  existía algo parecido a leyes ineluctables que convertían el presente en un resultado inevitable del pasado y la voluntad de los hombres en vana si chocaba con esas tendencias profundas. Éstas se hacen más visibles en la segunda edición de Varnhagen, en cuyo nuevo prólogo creyó conveniente incluir una frase de Tocqueville según la cual “Los pueblos resienten eternamente de su origen. Las circunstancias que los acompañaron al nacer y que los ayudaron a desarrollarse influyen sobre toda su existencia”, o criticar a João Lisboa por ignorar el método de la “sociología” (Varnhagen, 1906: 507). Esos motivos son asimismo más visibles en las sucesivas ediciones de Mitre, en consonancia con los cambios de clima intelectual e historiográfico europeo del tercer cuarto del siglo xix. La presentación de “leyes” de la evolución social está presente con claridad en la introducción sobre la sociabilidad argentina, agregada a la edición de 1876-1877, y en los capítulos adicionales a partir del xxx.  En cualquier caso, ya en las primeras parece estar presente esa tensión entre acontecimiento e historia profunda, y en este punto la concepción de Guizot, que operaba con esa dualidad (Rosanvallon, 1985) –algunas de cuyas afinidades han sido señaladas para el caso de Varnhagen– probablemente debería indicarse también para el caso de Mitre. En Bauzá, la fecha comparativamente tardía de su publicación hace que los motivos “sociológicos” estén presentes desde las primeras obras, en especial en los “Apéndices críticos” que acompañan la culminación de cada período. Ellos reflejan, además, un interés por los estudios sociales presente desde antes y en las que puede ser visible la influencia de ensayistas europeos decimonónicos de la tradición del catolicismo social, como Le Play (Bauzá, 1876). La segunda edición, a su vez, no introduce innovaciones conceptuales sino que agrega nuevos hechos y modifica las interpretaciones sobre algunos sucesos y personajes.

Las tres historias tienen cuadros cronológicos diferentes y es bien sabido que la elección de los mismos contiene ya una interpretación. En la primera edición Varnhagen comienza  su relato con el descubrimiento, y el período colonial ocupa toda su extensión. ya que termina en 1820, es decir, inmediatamente antes de la proclamación de la Independencia formal del Brasil. Como ha sido señalado, en la primera edición los pueblos originarios aparecen recién en el octavo capítulo. Luego, a partir de los debates acerca de la cuestión y de su opción inicial, Varnhagen alteró el orden de los primeros capítulos para incluirlos en el capítulo segundo (César, 2006: 30-31). Bauzá comienza con los “habitantes primitivos del Uruguay”, y el período colonial ocupa la mayor parte de la obra, que culmina en 1821. Mitre, a excepción del ensayo introductorio incluido en la edición de 1877, que brinda un panorama de conjunto sobre el período colonial, arranca a fines del siglo xviii y finaliza, en la segunda edición de 1859, en 1816, momento de la declaración de la independencia. En las sucesivas ediciones ampliará el cuadro cronológico hasta 1821, para hacerlo coincidir con la muerte de Belgrano, el fin de la guerra de independencia y la disolución del poder central. De todos modos, el grueso de su relato se concentra en la primera década independiente, la de 1810. Muchas pueden ser las razones de esas opciones diferentes. En Varnhagen están ligadas a la narración de un proceso lineal y sin rupturas desde los mismos orígenes hasta la independencia, vista en clave de continuidad con la época anterior. En Bauzá, se vinculan con la búsqueda de la irreducible especificidad uruguaya en causas más profundas que los avatares del proceso de independencia rioplatense. En Mitre, finalmente, es necesario recordar, a la vez, que en su origen era una biografía de Belgrano delimitada cronológicamente por el ciclo vital de su héroe y que lo que trata de narrar es el proceso de la revolución independentista leído en clave de ruptura con el pasado colonial. En este punto reproduce bastante bien el esquema cronológico propuesto por la historia de Mignet, que fue uno de sus modelos (Mignet, 1892).

De todos modos, en aquellos períodos en los que se solapan existen coincidencias en relación con la mirada acerca del mundo colonial, en el que todos buscan la singularidad de la propia nación (esto es visible también en el Mitre de la introducción de 1877). Esa mirada es tendencialmente favorable a esa época, aunque lo sea por distintas razones. En los tres, el proceso de conquista es un proceso civilizatorio que proyecta a la más avanzada Europa sobre el más atrasado mundo americano preibérico. Ese mundo es mirado sin ninguna simpatía por un Varnhagen que lo considera no susceptible de historia sino de  etnografía. En ese contexto, los indígenas son claramente excluidos de la construcción nacional en Varnhagen en oposición con otros relatos (“románticos”), que buscaban dar de ellos una imagen positiva, no en tanto pueblos primitivos sino “decaídos”, lecturas presentes incluso en el seno del Instituto Histórico y Geográfico (Turín, 2006: 95-97). Asimismo, y a los efectos de negar cualquier derecho a los indígenas del Brasil derivado de su condición de originarios, Varnhagen  imaginó a los tupí como ocupantes también procedentes de movimientos ultramarinos, y propuso para ellos una genealogía (apoyada en bizarros argumentos etnolingüísticos que fueran criticados por Mitre) que los emparentaba con los antiguos egipcios. Una mirada igualmente hostil a los pueblos originarios se encuentra en Mitre, quien, a los efectos de resaltar las ventajas rioplatenses en relación con otros contextos sudamericanos, enfatiza la característica dominante de la población blanca que, a través de la mezcla con los indígenas, pronto fue capaz de absorber, étnica y culturalmente,  a aquéllos, dando como resultado una nueva raza con rasgos típicamente europeos. Por otra parte, de su hostilidad a los indígenas considerados en estado de barbarie y a la posibilidad de incluirlos en cualquier imaginario fundador de la Argentina dejó numerosos testimonios, como por ejemplo en cartas a Juan María Gutiérrez y a Joaquín V. González (B. Mitre, 1912: xxi, 208-220; J. V. González, 1912: i, 9-11) En ambos planos, más allá de matices, Mitre y Varnhagen estaban bastante cerca en este tema. Para los dos autores el proceso civilizatorio era posible en tanto la civilización blanca europea era capaz de absorber y diluir a los “salvajes”. Más matizado aparece el tema en Bauzá, por las razones aludidas en el párrafo anterior. La búsqueda de la especificidad uruguaya requería incorporar a ella a los indígenas de la banda oriental y junto al carácter primitivo atribuirles también innegables virtudes positivas (raza varonil, indómita, leal, de “buenas costumbres”, de buenos sentimientos como el “amor a la familia y la generosidad con los vencidos”, y aptos para ser redimidos por los misioneros jesuíticos). Más aun, ello lo llevaba, en otra forma del tema de la “excepcionalidad” positiva  característica de los relatos nacionales, a contraponer sus virtudes con los defectos de otros pueblos indígenas que poblaban el territorio brasileño (“antropófagos, geófagos y pederastas… falsos, hipócritas, traidores y desleales” (Bauzá, 1967: i segunda parte, 206-247). Por otra parte, la “fealdad” de estos últimos contrastaba con la relativa belleza física de los primeros. Así, a diferencia de los otros dos autores, Bauzá contribuirá significativamente (en paralelo con Zorrilla de San Martín) a la introducción del perdurable mito “charrúa” en el imaginario histórico uruguayo.

Las miradas son, en cambio, fuertemente divergentes en el período post 1810, y la comparación sistemática de ellas puede brindar elementos de interés. Baste aquí con sugerir  que ellas parecen operar con  ideas de nación diferentes. Si en Varnhagen la concepción del Brasil remite a la capacidad del Estado brasileño, es decir de la monarquía lusitana, de ejercer el poder en un territorio, y la justificación de sus fronteras deriva de una aplicación estricta de la razón de Estado (véase la lectura de la cuestión guaranítica), el argumento de Bauzá reposa antes en una supuesta identidad cultural que precede, justifica y delimita la nación posterior. En Mitre, finalmente, las cosas se plantean en un terreno más ambiguo, entre los argumentos presentados en la versión de 1877, abundantes ya en referencias acerca de leyes históricas (“del tiempo y del espacio”, “orgánicas”) y aquellos más visibles en la primera edición, cercanos a la idea francesa de nación política derivada de la voluntad de los actores.

Las miradas divergentes reposan también en otros elementos. En primer lugar, debe recordarse que Mitre y Bauzá intentan explicar un proceso revolucionario que implica una ruptura con el pasado colonial. En especial para Mitre, esa revolución es a la vez dos revoluciones –una política y otra social–, que con el tiempo encontrarán su conjunción y su equilibrio en una sociedad democrática. Esa idea lo aleja de una comparación con los ejemplos provistos por las revoluciones inglesa y norteamericana, y lo acerca a los modelos provistos por algunas historias de la Revolución Francesa. Nuevamente, aquí es central  el esquema de Mignet de dos revoluciones en una revolución que, sin embargo, era un proceso unitario juzgado en conjunto positivamente. Para Bauzá, también se trata de una revolución producida por fuerzas sociales que una vez en movimiento son difíciles de controlar y también está dispuesto a contraponer, favorablemente,  el igualitarismo plebeyo de la revolución oriental al aristocratismo que atribuía a la de Buenos Aires. Empero, más conservador y preocupado por el problema del orden, ese conflicto es organizado mucho más en torno de dos tendencias antagónicas que no son sociales sino políticas (o, mejor, que son leídas en clave política antes que social): aquella republicana (y el término es antepuesto al de federal), encarnada en Artigas y el movimiento uruguayo, y la monárquica, encarnada en Buenos Aires. En Varnhagen, finalmente, no se trata de explicar ninguna revolución sino de condenarlas (ejemplo, su mirada de la “calamidad” de la revolución pernambucana) y alabar la continuidad sin rupturas del proceso histórico brasileño (B. Mitre, 1945: 681-715; Bauzá, 1967: v 228-234; Varnhagen, 1906: cap. lii). Más aun, el proceso revolucionario constituye parte de ese antimodelo que para él son las repúblicas sudamericanas. Cuánto debe ese proceso a la mirada sobre el modelo político inglés es un tema a profundizar, lo que parece fuera de discusión es la antipatía por el ejemplo  francés.

Una reflexión final remite a la recepción de las obras en las épocas posteriores y a la perdurabilidad de sus relatos en los imaginarios sociales y en las tradiciones historiográficas respectivas. El primer problema es excesivamente complejo y quizás irresoluble, más allá de la conjetura. En relación con el segundo, una mirada general sugiere que la interpretación de Bauzá vertebra de manera perdurable las lecturas hegemónicas de la historiografía uruguaya en el siglo xx (en un contexto tan dividido por tradiciones políticas opuestas, su autor tenía una envidiable ambigüedad en tanto parte de la tradición “colorada” pero, a la vez, católico, y, además, el artiguismo del que fue uno de los precursores parecía cubrirlo todo). La obra de Mitre resiste firme al menos hasta la década de 1960. La opción a su favor de la Nueva Escuela Histórica y posteriormente de los nuevos historiadores sociales no puede subestimarse en este plano. Menos perdurabilidad en el largo plazo parece presentar la lectura de Varnhagen, confrontada ya desde fines del siglo con el republicanismo de la “Republica Vieja” y luego con las transformaciones de la historiografía brasileña, al menos desde la década de 1930 alejadas de la estatolatría de Varnhagen, y con nuevos imaginarios sociales que, discursivamente por lo  menos, introducían en la síntesis originaria a los indígenas americanos y a los pobladores de origen africano.

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Publié sur le site de l’Atelier international des usages publics du passé le 22 novembre 2012.