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En lo que va de siglo, la dimensión pública del pasado de la Guerra Civil (1936-1939) y la dictadura del general Franco (1939-1975) ha enfrentado a los historiadores. No se trata de la clásica disputa por el conocimiento del pasado, ni de un problema de fuentes o de métodos, de explicación o de comprensión de los hechos históricos. Aquello que está en el centro de la polémica ha sido la repercusión de ese pasado en nuestros días, la presencia selectiva y el uso público de un pasado, el de la Guerra Civil y la dictadura de Franco, que sigue vivo en la sociedad española. Dicho pasado continúa interviniendo en el presente, se resiste a convertirse en pasado histórico y a dejar de ser pasado presente. Por ello la aludida controversia tiene mucho en común con otras similares que han tenido lugar en las últimas décadas en Europa y en el resto del mundo. Se trata del Vergangenheit, die nicht vergehen will, “un passé qui ne veut pas passer”, por utilizar el título del polémico artículo de Ernest Nolte publicado en 1986 en el Frankfurter Allgemaine Zeitung. Si semejante pasado sigue vivo es porque persiste la conmoción social con que se le asocia, aquello que ha dado el llamarse “el trauma colectivo”, de ahí que interese no solo como materia de estudio, también por los usos que se hacen o debieran hacerse de su recuerdo y del conocimiento que proporcionan los historiadores.
En el caso de España la mencionada controversia reitera preguntas y argumentos que se han dado en otras partes de Europa, por lo que no me detendré en ellos. Prefiero sacar a la luz ciertas particularidades de la trayectoria española. El problema no se encuentra en la reconstrucción de los hechos, ni en la interpretación de los mismos, está en la distinta valoración del modo de hacer frente a un pasado incómodo. Parece claro que durante los años ochenta y noventa la opinión pública fue ganada por el discurso que presentó la transición a la democracia y su consolidación en España como un proceso modélico. Durante el cambio de siglo, sin embargo, las críticas se hicieron sentir y a partir de entonces cada vez han tenido más fuerza, en especial la denuncia del olvido y del silencio en los años de la transición y en las dos primeras décadas de democracia. Por fin habría llegado el momento de hacer visible “el pasado oculto”, de “la recuperación de la memoria histórica”. En ese nuevo contexto, similar al que con anterioridad se dio en otras partes de Europa, pero que en España debió esperar a la primera década del siglo XXI, estalló la disputa de los historiadores que ahora nos ocupa. No existe un profundo desacuerdo sobre las razones del cambio en la apreciación del proceso de instauración de la democracia. Sobre dicho cambio los historiadores tienen puntos de vista diversos, pero no se trata de opiniones excluyentes. Una larga lista de factores ayudan a entender lo ocurrido: la aparición de una generación que no hizo la guerra ni conoció la dictadura, dispuesta a interesarse por el pasado reciente y a intervenir de un modo crítico y reivindicativo en el espacio público; el retorno al poder en 1996 de la derecha, que en la primera legislatura echó mano del pasado histórico para legitimar sus ataques al anterior gobierno socialista y a los nacionalistas periféricos, y en la segunda legislatura trajo la ruptura del pacto de no utilización política del pasado reciente; la polarización que vuelve a darse desde el final del siglo XX en España y el enfrentamiento entre una visión denigratoria de la Segunda República y exculpatoria del franquismo, y otra que “con orgullo, con modestia y con gratitud” defiende la causa republicana y denuncia los crímenes del franquismo; la aparición de un movimiento asociativo inter-generacional que multiplica sus acciones de recuperación de la memoria y presiona a favor de una política de reparación de las víctimas de la dictadura; las políticas de memoria llevadas a cabo tras el regreso en 2004 de los socialistas al poder y por algunos gobiernos autonómicos con el consiguiente rechazo del PP y de un influyente sector mediático, etc. Todo ello ha dado alas al estudio de “las políticas del pasado”, que inició Paloma Aguilar con Memoria y olvido de la Guerra Civil española, un libro publicado en 1996, seguido en los últimos años de una auténtica avalancha de publicaciones (una muestra, en la bibliografía que aparece al final). Quedan muchos asuntos pendientes sobre cómo han sido y son las relaciones de los españoles con el pasado de la Guerra Civil y de la Dictadura, pero en estos momentos el interés de los historiadores por el tema de los usos públicos del pretérito es grande, cuando apenas una década antes brillaba por su ausencia, con alguna excepción.
En ese nuevo contexto comienza en 2003 la disputa de los historiadores a que haré referencia, en torno a una cuestión que ha seguido debatiéndose desde entonces: si ha habido o no olvido en España a causa de la transición y durante décadas de democracia. Santos Juliá, en un artículo que publicó ese año con el título “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la democracia”, partía de la denuncia genérica de la transición que proliferaba entonces y se mostraba en desacuerdo por completo con ella. Rechazaba la imagen de una sociedad amnésica, temerosa de enfrentarse al pasado, con una carencia de cultura democrática. Al viejo topos de la anomalía española, dispuesto a resurgir con fuerza cuando se comparaba lo ocurrido entre nosotros con el ajuste de cuentas llevado a cabo por los alemanes, los franceses e incluso los italianos con su historia reciente, el citado historiador oponía una valoración mucho más positiva de la situación en España. La amnistía decretada en 1977, al igual que el hecho de no utilizar el pasado con fines políticos y mirar hacia adelante en los años de la transición y durante la década de los ochenta, eran para él lo contrario de la amnesia. El pasado de la Guerra Civil y de la Dictadura estuvo presente, no cayó en el olvido ni existió un silencio impuesto. Durante la transición y la consolidación de la democracia se habló mucho de ese pasado en toda clase de libros, académicos y de divulgación, memorias, documentales, películas, vídeos, exposiciones, ciclos de conferencias, coloquios, suplementos de periódicos y artículos de prensa, pero no de un modo que con su recuerdo se alimentara el conflicto ni se utilizara como arma de la lucha política. Semejante punto de vista, expuesto en 2003 por Santos Juliá y reiterado en trabajos suyos posteriores, está en el origen de una agria polémica.
La postura en consonancia con “la lucha planteada por los defensores de la memoria frente a los partidarios del olvido”, es decir con el movimiento a favor de “la recuperación de la memoria histórica”, quedó expuesta de esa manera por Francisco Espinosa en una serie de artículos aparecidos en 2003 y con posterioridad, que fueron recopilados en el libro Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil (2006), seguidos de otros textos que han mantenido la confrontación con el mencionado punto de vista de Santos Juliá. Para Espinosa el pacto de la transición, perpetuado durante los años ochenta y noventa por los sucesivos gobiernos del PSOE y del PP, prolongó el olvido y el silencio impuesto por la dictadura franquista sobre la represión franquista. A la prohibición de esa memoria, desde 1936 hasta 1977, le sucedió la política del olvido durante la transición y “la suspensión de la memoria”, desde la llegada al gobierno de Felipe González en 1981 hasta la derrota socialista en las elecciones de 1996, con absoluta falta de sensibilidad hacia la memoria histórica en una década y media de democracia. Ello explicaría el abandono del patrimonio documental y las trabas puestas a la consulta de las fuentes para el estudio de la represión franquista, así como el mantenimiento de la política de olvido y del reparto de responsabilidades entre todos los españoles, con independencia de su lealtad al gobierno legítimo republicano o de su adhesión al régimen que en sus orígenes se había identificado con el fascismo y con el nazismo. En definitiva, existió un desinterés y una equidistancia que resultaron perjudiciales para el asentamiento de la cultura democrática en España y que, a partir de 1996, enlazaron con la reacción propiciada por el gobierno de José María Aznar. Así llegó, de 1996 a 2004, la apropiación de la transición por la derecha y el apoyo, desde altas instancias políticas y mediáticas, al “fenómeno revisionista” encabezado por Pío Moa (Apéndice nota A), para el que la guerra civil se habría originado antes de 1936, por culpa de los errores de la Segunda República, y no como consecuencia del golpe militar. En cuanto a la amnistía de 1977 Espinosa, a diferencia de Santos Juliá, lo considera la prueba más palpable de que el proceso de transición fue controlado por una derecha que impidió cualquier posibilidad, no solo de juicio sino de conocimiento de sus acciones pasadas. Tampoco contempló la compensación moral, económica y política de quienes habían sufrido la persecución y la violencia de la dictadura.
¿Se puede o no hablar de olvido y de silencio impuesto durante la transición y durante las dos primeras décadas de democracia? ¿Cómo hemos de entender la amnistía de 1977 y sus repercusiones? Para proporcionar respuestas convincentes a una y otra pregunta es preciso conocer mejor lo ocurrido con una perspectiva histórica, es decir de un modo contextual y complejo, en vez de proyectar el presente hacia atrás en el tiempo y enzarzarse en la polémica. Así, por ejemplo, cabe considerar de manera conjunta y sin contradicción alguna aspectos tales como los siguientes: el déficit de memoria pública y la multiplicación de productos académicos, divulgativos o de entretenimiento sobre aspectos muy diversos de la Guerra Civil y del franquismo; el silencio en torno a la violencia del régimen de Franco, impuesto por la dictadura o consensuado en la transición, y la actividad creciente en sentido contrario, tanto de los historiadores como de la sociedad civil; la reconciliación y la amnistía pedidas por la oposición en los años sesenta y setenta, el olvido jurídico y la impunidad completa que propició la amnistía de 1977, a consecuencia de una transición pactada con los reformistas del régimen y en circunstancias nada propicias para una refundación de la democracia , y la posterior demanda de justicia y de verdad que ha ido dándose en todos los países democráticos con pasados de dictadura y que en la última década también llegó a España; y en fin, las semejanzas del proceso español de ajuste crítico con el pasado más próximo en comparación con otros del resto de Europa, por más que no coincida la cronología, y las diferencias existentes que son muchas, en vez de verlo como un proceso “normal” o por el contrario como una “anomalía” . Las contribuciones hechas por los historiadores avanzan en la dirección de conocer mejor lo ocurrido en esos y otros asuntos desde la posguerra hasta nuestros días, sobre todo a medida que en los últimos años se han interesado por ese nuevo objeto de estudio. Sin embargo, la falta de acuerdo existente a la hora de concebirlo es un importante lastre que se manifiesta en los distintos nombres que recibe: “políticas de memoria” (Paloma Aguilar, Santos Juliá), “memorias generacionales” (Julio Aróstegui), “cultura de la memoria” (Walther L. Bernecker y Sören Brinkmann), “memoria del Estado” (Ricard Vinyes), “sentido común historiográfico” (Gabriele Ranzato:“la noción-interpretación de los acontecimientos del pasado más extendida en la opinión pública”), “mitologización e ideologización” del pasado (Alberto Reig Tapia), “movimiento social a favor de la memoria histórica” (Francisco Espinosa) etc. Tal parece como si no se tratara del mismo objeto de estudio. Con las ventajas y limitaciones de la llamada “historia del tiempo presente”, siempre que sea posible ir más allá del individualismo actual para ponerse de acuerdo en las nociones básicas, la investigación de ese nuevo objeto de estudio puede traer un conocimiento más amplio y mejor fundamentado de los hechos, pero sería equivocado creer que con ello terminará la controversia. La razón es que estamos ante una disputa en la que no solo está en juego la interpretación de los hechos históricos, sino también una distinta valoración del pasado y del presente por parte de los historiadores.
En lo que va de siglo, la presencia del pasado se ha extendido e intensificado en la esfera pública de múltiples e incluso opuestas maneras. Tal vez por ello la forma de concebir las relaciones entre el conocimiento histórico y el uso público del pasado son un asunto cada vez más debatido, hasta el punto de haber provocado una creciente división en el seno de la profesión histórica. Así lo pone de relieve la controversia a que hago referencia y que enfrenta a los historiadores sobre todo a propósito de la conveniencia o no de la intervención del Estado en la cuestión de la memoria. De un modo muy significativo, la disputa ha sido constante en los últimos años a la hora de valorar las distintas políticas públicas de memoria en España para la socialización de los valores democráticos: leyes como la aprobada en 2007 “de reconocimiento y extensión de los derechos a las víctimas de la Guerra Civil y de la Dictadura”, que dio en llamarse “Ley de la Memoria Histórica”; acciones judiciales como la emprendida en 2008 por el juez Garzón; instituciones tan comprometidas con la elaboración y la preservación de “la memoria democrática” como el Memorial Democrático en Cataluña, desde que se aprobó por ley del parlamento autonómico en noviembre de 2007; monumentos, museos, “lugares de memoria”, etc. Asimismo, en estos debates, ha salido a la luz la fractura existente a la hora de establecer un lazo de continuidad entre la actual democracia y su antecedente republicano, como pide el movimiento a favor de la “memoria histórica”. No se trata, en cualquier caso, y conviene ponerlo de relieve, de historiadores que pongan en duda el carácter democrático de la Segunda República, como hace el “revisionismo” neofranquista, ni de historiadores incapaces de entender en qué circunstancias y con qué limitaciones se hizo la transición, dada la correlación de fuerzas existente y la actitud pasiva de muchos españoles. Lo historiadores de que estamos hablando no tienen en sus trabajos académicos una visión simplista y maniquea de lo que ocurrió durante uno y otro periodo. Sin embargo, ante la opinión pública, mientras unos se muestran dispuestos a la reivindicación de la Segunda República e incluso a hacer posible un futuro republicano y de mayor democracia en España, otros por el contrario ponen el acento en el momento fundacional de la Transición, en la Constitución de 1978, en la actual monarquía democrática y en los avances de todo tipo conseguidos gracias al funcionamiento de un régimen sorprendentemente estable en comparación con otros periodos de la historia de España. Parece lógico que en este último caso predomine la idea, tan extendida durante los años de la transición, de que el pasado reciente ha de convertirse en pasado histórico y quedar en manos de los historiadores, con el fin de que pueda investigarse desde la distancia y sin apasionamiento. En sentido contrario, otros historiadores entienden que ese pasado todavía está muy vivo en el presente, activo en la política y de cara al futuro, un pasado que pertenece a más gente que únicamente a los historiadores, sobre todo porque todavía no hemos llevado a cabo algo que, con mejor o peor fortuna, se exige en otras muchas partes del mundo: el enfrentamiento crítico con el pasado, el duelo y la reparación moral y política a las víctimas de la represión de la dictadura.
La controversia sobre el pasado reciente en España ha sido considerada por Sebastiaan Faber un indicador de “the Crisis of Academic Legitimacy” y tal vez haya algo de ello, aun cuando no me atrevería a afirmarlo de modo tan contundente, pero no cabe duda de que ha contribuido a echar por tierra el artificio de la contraposición entre el ámbito académico, de un lado, y el espacio público y mediático, de otro, así como la pretendida barrera infranqueable entre la investigación profesional en busca de la objetividad y la ideología del individuo historiador. Sabemos que no todas las formas de traer el pasado al presente y de hacer uso público del mismo tienen el mismo valor, pero la confusión persistirá mientras los historiadores no asuman la responsabilidad de resolver sus diferencias y aclararse de manera colectiva, en vez de cultivar un individualismo de tinte a veces narcisista. Por ese motivo, llama la atención de la actual controversia sobre el pasado reciente en España su incapacidad para tender puentes de diálogo con el fin de hacer posible, al menos, el análisis y la interpretación de los hechos. Ello obedece no tanto a que se mezclen cuestiones personales en la polémica, algo muy habitual en todas las controversias dentro o fuera del medio académico, o a la profusión de términos con una variación enorme de significados, de que hace gala la infinita creatividad del individuo historiador. Se trata de algo de mayor calado. Con frecuencia las intervenciones han dado por resueltos, cada una a su manera, problemas que hoy en día están lejos de serlo, como el de las distintas formas de memoria y el carácter social de la misma, de qué manera podemos concebir las expresiones “memoria colectiva”, “memoria pública” o “memoria histórica”, o los procesos de “historización” de la memoria y “memorialización” de la historia. La clásica oposición entre memoria (subjetiva) e historia (objetiva) no nos sirve para entender el problema de las variables y cambiantes relaciones entre el conocimiento y los usos del pasado que proporcionan, respectivamente, la historia y la memoria de diferente manera. El recuerdo social y culturalmente transmitido no puede identificarse sin más con la invención del pasado con fines comunitarios o por parte del Estado (de manera plural y repleta de mitos), ni contraponerse a la supuesta unidad y verdad de la historia. En sentido contrario, tampoco la memoria puede ser revestida de una verdad absoluta, por mucho que proceda de las víctimas y se asiente en la experiencia, y es una idealización verla como el antídoto al veneno de la “historia oficial”. Son asuntos que obligan a ir más allá de la discusión entre historiadores, a entrar en contacto con campos del saber muy diversos, a no caer en planteamientos superficiales y a una elaboración conceptual mucho más rica de la que, por lo general, encontramos en la disputa de los historiadores sobre los usos públicos del pasado reciente en España.
Apéndice
Nota A: Los libros de Pío Moa, en especial Los mitos de la guerra civil, Madrid, La Esfera de los Libros, 2003, han tenido éxito de público en España y cierta aceptación entre unos pocos historiadores académicos (Stanley G. Payne, Carlos Seco, José Manuel Cuenca Toribio). Pío Moa hace una caricatura de la historiografía comprometida con la resistencia a la dictadura de Franco (Manuel Tuñón de Lara, Pierre Vilar) y la descalifica por su sesgo ideológico, para a continuación presentarse como un historiador que, de modo objetivo y científico, revisa el estudio del pasado sin tomar partido. No son de esa misma opinión los numerosos especialistas (Paul Preston, Javier Tusell, Alberto Reig Tapia, Francisco Espinosa, Enrique Moradiellos, Ángel Viñas, Helen Graham, Santos Juliá, Gabriel Cardona, etc.) que en las últimas décadas han llevado a cabo una investigación rigurosa y con fuentes de primera mano, muchas veces inéditas, sobre la Guerra Civil y la instauración de la Dictadura. Como la mayoría de ellos ha puesto de relieve, el enfoque de Moa coincide con el de los historiadores franquistas en el empeño de justificación del golpe militar y además muestra un desconocimiento de las reglas mínimas del oficio de historiador y una escritura intencionadamente polémica al servicio de la ideología de la derecha española neoliberal. En opinión de Justo Serna: “…son tantos los lectores que desconocen lo que la historia académica ha dicho sobre el particular, que no extraña la irrupción de revisionistas que se apoyan en esa ignorancia, revisionistas que…suministran munición ideológica para un presente en el que algunos han hecho del pasado su particular campo de batalla”.
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Publié sur le site de l’Atelier international des usages publics du passé le 15 mars 2011